De niño me obligaban a ir a los museos. Creo que no tengo ningún recuerdo de alguna visita memorable de esa época. De hecho, solo se me viene a la mente desorden y muchos datos que, para esa edad, me eran incomprensibles. De adolescente, la experiencia no mejoró. Bueno, entendía mucho mejor lo que nos contaban, pero lo utilizaba para un fin poco noble: memorizar datos para pasar el examen final del curso de Historia. Si la mediadora de turno pretendía que nos fuésemos con una reflexión profunda sobre nuestras raíces o de nuestra idiosincracia, pues déjenme decir que no lo lograba.
Ni siquiera ya entrada la etapa universitaria me enganché con los museos. Mira, que pagar por entrar a un edificio para ver objetos antiguos no llamaba mucho la atención, más encima pudiendo gastar el dinero en la película recién estrenada o en una entrada para la discoteca (o en unas cerves, lo acepto). Tampoco era seductor el hecho de que este entorno haya estado apoderado por cierto intelectualismo que lo hacía «digno» solo de unos pocos. Vamos, que los museos y yo… No nos entendíamos. O, mejor dicho, yo no lo hacía. En este caso sí se aplicaba el «no eres tú, soy yo».
«Y ahí nació el amor. Por primera vez, ante la inmensidad de sus espacios y de manera solitaria, empecé a conectar con los museos y su actividad.»
El amor vino casi terminando la carrera (perdón por mi romanticismo desfasado para este siglo XXI). ¿Que dónde fue el flechazo inicial? Si mal no recuerdo, fue en Lima. Trabajaba como fotoperiodista en el diario El Comercio, y la comisión de aquella tarde me dejó muy cerca al Museo de Arte de Lima (MALI). Movido probablemente por la arquitectura del Palacio de la Exposición (donde se alberga), llegué a entrar.
Y ahí nació el amor. Por primera vez, ante la inmensidad de sus espacios y de manera solitaria, empecé a conectar con los museos y su actividad. Recorrí la exposición de turno e iba de obra en obra, ya no movido por una nota del examen, sino por mi deseo descubrir los trazos de sus artistas, sus contextos, sus símbolos, toda la cultura en que se envolvían. Asimismo, caí en cuenta de todo lo que su programación ofrecía y que iba más allá de la mera contemplación.
¿Que si fue el tema de la exposición el catalizador? ¿O una obra en específico? ¿Quizá solo me dejé atraer por el lugar? Te digo que no lo sé. Quizá fue cuestión de guardar silencio, pero no ese de no hacer ruido sino aquel de estar predispuesto a escuchar, en este caso al diálogo surgido a través de las obras de arte y su curaduría. En fin, algo sucedió aquella tarde que me hizo ver los museos de una manera distinta. Decir, como Enrique Iglesias, que fue casi una experiencia religiosa quizá sea demasiado, pero de que produjo un cambio en mí, lo hizo.
El postureo de siempre
Confieso que hubo mucho postureo al inicio de esta relación. Sí, mucho de «cultureta». Una visita al museo sin una foto que la documentase habría sido una catástrofe. De hecho, esto se acrecentó en otros veranos que visité el Museo Mario Testino (MATE), el Museo de Arte Contemporáneo de Lima (MAC) y el Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú, todos estos en Lima. Y también en posteriores viajes a Ecuador y a Colombia, y visitas a museos como el Museo Pumapungo (Cuenca), el Museo de Antioquía (Medellín) o el Museo Histórico de Cartagena – Casa de la Inquisición (Cartagena de Indias).
Pero, vamos, que esto ocurre con todos los amores, ¿no? Al inicio mucha parafernalia y luego solo los mejores resisten aquellas circunstancias que en las redes sociales no se publican. Esto pasó conmigo. Llegó un momento en que me olvidé de registrar la visita porque la colección opacó la instantánea. Ya fuera del museo me di cuenta que no había hecho la foto, pero la experiencia vivida era mucho más valiosa. Y a partir de entonces, ya eso se volvió secundario.
«Quizá todo lo contado hasta ahora había sido un enamoramiento muy fuerte, pero faltaba la prueba de fuego…»
Al otro lado del charco
Dicen que solo se ama lo que se conoce. Quizá todo lo contado hasta ahora había sido un enamoramiento muy fuerte, pero faltaba la prueba de fuego… Ya en España, estudiando un máster en Gestión Cultural, conocí de cerca el funcionamiento de los museos. Esto es, la verdad de la milanesa…
Este aprendizaje incluyó su parte más chévere, como lo es trabajar de cerca con el arte y todo lo que conlleva la administración de una institución de este tipo. De hecho, en Madrid, recorrimos el Museo del Prado, el Museo Thyssen-Bornemisza, y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía; y, en Bilbao, el Museo Guggenheim y el Museo de Bellas Artes de Bilbao, todo como parte de las clases. Pero como en el yin y el yang, también conocí el lado oscuro: que, como tantas otras instituciones culturales, muchos museos solo sobreviven, en vez de vivir adecuadamente. Y esto no solo en España, sino en otros países de Europa, en América y en varias partes del mundo.
Que hay que amar hasta los defectos, me dijeron una vez. Pues, mira, no lo sé… Quizá aquí reside el valor de todas esas personas, unas más visibles que otras, que trabajan en el museo, desde la administración, pasando por la conservación, curadoría, seguridad, hasta la venta de tiquetes. Y me refiero a la pasión que ponen en sus tareas diarias que muchas veces no son valoradas, pero que, para algunas personas, hacen que su visita al museo sea una experiencia única. Si este texto ha logrado llegar a algunos de ellos y alegrarlos un poco, cierro este lunes con éxito.
Hasta que la muerte nos separe (u otra pandemia)
Pasados los años, con un poco más de madurez, mi relación con los museos solo ha ido a mejor. Y esto no solo en una cuestión de cantidad de tiempo invertido, sino sobre todo de calidad de visita. Me explico, que sé que a veces les puedo rayar. Me refiero a que separo un día y unas horas determinadas para ir al museo, y, además, trato de prepararme leyendo previamente sobre las exposiciones programadas, y tratando de digerir lo más posible las mismas una vez allí. Del niño al que obligaban a ir al adulto que agenda sus visitas, hay un gran trecho…
¿Esta relación con los museos influyó en mi decisión de dedicarme a la gestión cultural? Pues, mira, no tengo pruebas, pero tampoco dudas. De hecho, no he pisado uno, por obvias razones, desde que se inició la cuarentena, pero sé que será una de las primeras actividades que haga en cuanto el tránsito se normalice en Madrid. Quizá en el fondo me abandere diciendo que es una forma de apoyar a las instituciones culturales (y sí, en parte lo es), pero, sobre todo, es porque he aprendido a valorar el diálogo que nace en sus exposiciones, y porque, muchas veces, las obras de arte que albergan me han recordado la genialidad que han alcanzado sus creadores en sus materias, y todo lo que el ser humano es capaz de lograr.
No niego que, a comparación de otros, he recorrido pocos museos. Sí, lo acepto. Quizá este amor empezó tarde en mi caso, pero estoy seguro de que continuará por mucho tiempo. Solo cabe terminar esta publicación con esa letra de Shakira que dice que «hay amores que se vuelven resistentes a los años, como el vino que mejora con los años, asi crece lo que siento yo por tí…». Y en tu caso, ¿cómo nació esa relación? ¿Cómo es ahora? ¡Feliz Día Internacional de los Museos!